3er. Concurso Internacional de micro
relatos
ACCENSO
AUTEM MODO
Noviembre 25 del 2015
1er.
lugar
MAR, AMOR Y POESÍA
Era un
escritor que vivía en la gran Ciudad y luego de aquel desengaño amoroso ya no
podía concentrarme en mi poesía. Entonces, pensé en ese verano que era un buen
momento de mi vida para viajar y salir de ese atolladero de mi alma, que me
quitaban por completo la inspiración. Sería una forma de recapitular y de
apaciguar de algún modo ese sufrimiento. Aún me dolían mucho las heridas
causadas por esa relación deshecha, que ocupaba permanentemente mi alma como
una pesada carga. Por ello, quería buscar un sitio especial que me hiciera
olvidar aquella presencia amorosa que
permanentemente me perseguía, con su fragancia, su risa y sus cálidos
besos.
Pensaba que
debería tratar de hallar un lugar bello frente al mar, donde el tiempo no fuera
tiempo, sino una excusa para gozar del paisaje. Un lugar donde las olas
borraran de mi mente aquellas tristes pisadas sobre la arena húmeda de mi vida.
Estaba convencido que un viaje hacia ese lugar mágico e imaginario, constituiría un sedante para ese
sufrimiento y con la cálida arena como testigo, podría ser la mejor manera de
retomar mi inspiración poética y aplacar mis penas.
Y fue así,
que recorriendo las costas con mi automóvil, encontré al azar, como provocando
al destino, un espacio natural paradisíaco sobre el mar, con un entorno
privilegiado entre las playas, enmarcado en hermosos jardines rodeados de
promontorios rocosos. La suave brisa de la mañana acompasaba el lento ondular
de las aguas, que mansamente acariciaban las arenas de la playa. El mar
desplegaba con señorío su mejor azul en armonía con el cielo, mientras las
gaviotas daban rienda suelta a su algarabía, al vislumbrar en el horizonte unas
pequeñas lanchas de los pescadores que regresaban con su preciada carga.
Ese atractivo
lugar era el que tanto había idealizado e inmersa mi alma en ese paisaje soñado
tan hermoso y desconocido, me dispuse a pasar las vacaciones allí. Luego de
alojarme en un pintoresco hotel con vista a ese maravilloso paisaje, decidí
tomar un café en el bar, pero cuando quise escribir algunas notas, mi mente despechada comenzó a martirizarme
nuevamente con aquel romance trunco. Entonces, decidí dirigirse directamente
hacia las playas como forma de ahuyentar esa pena que permanentemente me
perseguía.
Caminé durante un rato por las arenas de la playa bajo un sol
cálido y radiante, sintiendo las caricias de la fresca brisa del mar y luego me
desvié hacia un pequeño sendero bastante empinado que ascendía entre las rocas.
Como no vislumbraba nada en especial y cansado por el esfuerzo, por un momento
pensé en volver sobre mis pasos, pero justo en ese instante, obtuve la
recompensa. Encontré un amplio espacio que era como una especie de mirador,
donde se divisaba desde la altura ese inmenso paisaje de arena, en el que iban
a descansar las inquietas aguas del mar.
La brisa peinaba las arenas emulando
los movimientos del interminable flujo de las olas, mientras el aire marino
inundaba de salitre el ambiente. Maravillado por el
espectáculo, me senté en una roca que me permitía ver en su totalidad esa playa
tan hermosa, pensando que ningún poeta podría llegar a expresar completamente
toda esa belleza. Porque sería imposible describir el murmullo del oleaje del
mar, o el arrullo de la brisa celebrando alegre en sus oídos, o el deslizar de
la espuma de las olas, besando con amor las blancas arenas de la playa.
En esa
inmensidad del mar, sentía que se iban convirtiendo mis penas y preocupaciones
en algo tan pequeño y trivial como un diminuto grano de arena de esa preciosa
playa. Allí comprendí que necesitaba quedarse un tiempo en ese paraíso para
cicatrizar esas heridas y retomar por completo mis ansias de escribir, mientras
una sonrisa de admiración acudió a mis labios cuando observé sobre la playa a
unas hermosas mujeres desnudas tomando sol.
Y al cabo de
unos días mi vida volvió otra vez a su lugar, porque renació en mí el deseo de
la poesía, inmerso en una nueva historia, bajo una sonrisa provocadora y la
mirada luminosa de unos enormes ojos verdes. Nos vimos muchas veces y paseando
por esas playas surgió entre nosotros un romance maravilloso e impensado. De
ese modo, poco a poco, comencé a comprender lo pueril y artificial que había
sido aquella anterior relación y todo aquel desencuentro que había tenido en mi
vida.
Porque, amor,
exactamente eso, amor, fue lo que sentí en un segundo tan largo como una
eternidad frente a la belleza de ese mar y pude percibirlo claramente en aquel
encuentro final de mis vacaciones. El sol iba cayendo sobre la playa en el
ocaso y se dejaba querer, mientras acariciaba aquellos rubios cabellos salados,
intuyendo el preludio de un éxtasis ya próximo.
El oleaje
arrullaba las aguas olvidando detrás unas blancas estelas, que se iban
empequeñeciendo poco a poco en el horizonte, hasta que finalmente el sol como
una roja bola de fuego inició su agónico descenso, danzando con el mar en un
último rito. Cuando el sol desapareció, el ocaso se convirtió en penumbra y el
océano comenzó a ser delicadamente pintado por la luna. Luego la noche llegó
sobre el delgado pliegue de olas, para disolverse finalmente en un baño de sal,
iluminado por la luna y las estrellas.
Después de
gozar de aquel espectáculo maravilloso, esa
noche en la habitación del hotel, nuestros cuerpos inmersos en deseos,
eran como olas impulsadas por el viento que iban aumentando progresivamente en
intensidad y rompían voluptuosas, emitiendo salvajes gemidos en un frenético ir
y venir. Y fue gracias a ese viaje al lugar que había idealizado frente a la
belleza del mar, donde se le disiparon
por completo aquellas sombras que angustiaban mi alma y mi inspiración por la
poesía.
Al día
siguiente decidimos retornar juntos a la Ciudad. Cuando regresaba con ella en
mi automóvil ya estaba
amaneciendo en el mar y se formaban bordes dorados en las nubes por el reflejo
de la aurora, mientras el viento creaba increíbles formas, como si estuvieran
en manos de un eximio escultor. Y entonces, en esa
inmensidad del mar imaginé que salía volando junto a mi amor hacia un nuevo
destino de poesía en mi vida de escritor, montado en las alas de las blancas
gaviotas que en esos momentos revoloteaban en el cielo.
NESPE
2do. Lugar
GRIFO
La feria de San Antonio, se celebraba
en mi barrio en la calle de Santa Cecilia a mediados de junio. Yo tenía un poco
más de cinco años. Aún recuerdo el camino invadido por bancos y estufas de los
vendedores de ‘calia e simenza’ (garbanzos y simientes de calabaza), aquel
lugar era normalmente ocupado por carros y caballos facilitando el transporte
de mercancías del ferrocarril. Me quedó el recuerdo del aroma agradable de
garbanzos tostados, desde los años de la infancia y sobre el horizonte, alta en
el cielo hacia el sur, se levantaba la columna de humo del volcán Etna.
Llegó el calor de agosto. El aire del
verano lamía la piel con alientos cálidos de brisa marina. En la plaza frente
al Ayuntamiento, estaban las dos estatuas de cartón piedra, enormes, de los
gigantes Mata y Grifo: ella con su piel blanca y un aire pomposo, una corona de
torres en la cabellera, montada en un caballo blanco; él moro, barbudo, con su
pelo rizado, con coraza de plata, sobre un caballo negro. Estatuas con ocho
metros de altura. Se alzaban sobre mi estatura de niño y se recortaban contra
el cielo azul. Me admiraba al ver esas estatuas colosales, que se decía ser las
imágenes de los fundadores míticos de mi ciudad. Yo era todavía un niño
pequeño, pero entre los dos gigantes me inspiraba más simpatía el Grifo, con su
barba negra rizada y el caballo negro como la pez, mucho más que esa Mata gordita,
de piel despejada e insignificante, que se quería mostrar como una mujer
victoriosa.
En el escenario, erigido ante el gran
monumento de la guerra mundial, se producían canciones populares y danzas
folklóricas. Yo quería ser uno de esos bailarines. Me acordé de aquella música
y danzas de esos años, les he soñado muchas veces en mi vida, entre los
recuerdos de mi infancia feliz. Pensaba entonces que mi vida hubiera seguido
así, linealmente, pero... todavía sólo unos pocos meses, y yo nunca más
volvería a vivir en mi lugar de nacimiento.
Al día siguiente, la Feria de
mediados de agosto, toda la ciudad se había derramado en las calles y plazas,
para la fiesta de la Asunción y la procesión de la Vara (del Ataúd de la
Virgen). La gran tramoya de madera, impulsada por cientos de fieles descalzos,
vestidos en blanco, se trasladó a navegar por la ciudad. Muchos coros de
ángeles subiendo al cielo, en la forma de un cono de helado boca abajo. En la
parte superior, la altura de un edificio de cinco plantas, una estatua del
Redentor parecía sostener la Virgen por un pie, en una pose de ballet clásico,
mientras que realmente le quería impulsar aún más alto, hacia el cielo. Si mal
no recuerdo, en la parte inferior, además de las estatuas y decoraciones
talladas, también había niños de carne y hueso, con vestidos blancos y coronas
de flores en la cabeza. El público se reunía alrededor, con gran fervor, en
medio de gritos y exhortaciones a los tiradores, los niños en los hombros de
sus padres, para ver por encima de la multitud. Por encima de todo, el punto de
la 'vuelta', donde las filas de los tiradores hacían esfuerzos de destreza para
cumplir un ángulo cerrado con la enorme tramoya. Era como una carrera, de año
en año, para llevar a cabo esa maniobra con la máxima precisión. Después de la
vuelta, la procesión continuó, pero la fiesta popular se derramó por la calle y
se convirtió en paseo, en busca de un helado o un granizado.
Ese verano me fui a Ganzirri y Punta
Faro, sentado en el tubo del cuadro de la bicicleta de mi hermano mayor. Él
tenía varios años más que yo, ya había terminado la escuela secundaria y era
práctico de todos los caminos que podrían merecer un viaje en bicicleta. A
veces, también me llevó a la colina de Matagrifo, hasta el Santuario de Cristo
Rey, para disfrutar del paisaje alrededor del Estrecho.
Para ir a la Punta del Faro había un
largo camino de arena, que pasaba entre los lagos de Ganzirri, donde se criaban
mejillones. La distancia total era de unos quince kilómetros. Me han dicho que
en la actualidad el panorama ha cambiado mucho, pero entonces se pasaba
realmente en el medio de la naturaleza virgen. Cerca de la punta, estaban
levantando el gran pilón de la línea eléctrica que conectaría Sicilia con el
continente, una torre de metal alta más de doscientos metros, imponente en el
viento y en el cielo azul. Mi imaginación estaba impresionada por la idea de
llegar a la punta, que se termina aguda donde se unen las olas de los dos
mares. En mi pensamiento, tuve la sensación de estar suspendido, extendido en
una dimensión inestable, de la que el menor choque, la vibración más pequeña,
podría alterar todo y arrastrar todo por las olas. Pensaba ver el movimiento de
las aguas arremolinadas como en el cuento fantástico de Caribdis. Yo quería ir
para mojar el dedo del pie allí mismo, en el último extremo triangular de la
isla... sería como estar de pie en la proa de un barco contra las olas, y
pensaba en esas columnas submarinas que aguantaban a la isla desde siempre,
como si fuera una gran plataforma petrolera, y el heroico pescador Colapesce
que un día se había sumergido para remediar su fragilidad. Trataba de mirar en
la transparencia clara del agua, me parecía ver el pez espada jugar con el pez
aguja, las sirenas pelirrojas con incrustaciones de algas, restos de naufragios
y tesoros... pero yo no sería capaz de ver Colapesce, que estaba en las
profundidades, cubierto a mis ojos, ya que tenía que mantener la columna
aguantando con la punta de la isla.
Me fui para el norte, con mi familia,
en el invierno siguiente. Llegué a una pequeña ciudad de provincia a mediados
de enero, con las aceras transformadas en trincheras, entre altos parapetos de
nieve comprimida. Me moví desde el puerto de Fata Morgana para irme a una
ciudad de niebla en el valle del Po, donde es raro ver a una colina o una
montaña. Hoy en día, en un día claro, con un poco de viento que limpia el aire,
incluso desde aquí se puede ver las montañas, especialmente el Monte Rosa, que
se levanta en el horizonte, con su inconfundible silueta... pero luego, con
todo el humo de las industrias que contaminaban el aire, no recuerdo que alguna
vez fue visto. Una aclimatación, sin duda, difícil, junto con sus compañeros
que hablaban de manera diferente y desdeñosa para el niño que venía del Sur.
Después de
mis estudios, he pasado muchos años en África, en varias partes, participando
en proyectos de cooperación internacional, por un lado y por el otro del gran
desierto, en las tierras que se secaban, con las personas sedientas, que vivían
a los límites de la resistencia. Yo era, ahí quien "llegaba del
norte", proveniente de un mundo industrial, pero de una realidad cada vez
más ajena a los valores profundos de la gente.
Los recuerdos de la infancia estaban
relegados en un rincón de mi memoria profunda, reapareciendo sólo en ocasiones,
de forma inconsciente, en los sueños de la noche. La verdad es que en ningún
otro lugar, nunca más, me sentí "en mi casa". De lo contrario, tal
vez, mi largo viaje se habría detenido en cualquiera de los lugares del mundo en
los que he vivido: en Somalia, Mozambique, Argelia, Malí o Senegal.
Yo me sentía en mi casa, cuando
regresaba a África, cada vez que descendía del avión en la noche cálida, con
grandes ventiladores que giraban… control de pasaportes y luego a una casa junto al mar, en el medio del desierto, en la
orilla de un río, habitada por hipopótamos, o en el patio de una casa morisca,
en un oasis de azahar fragante, inundado por la llamada del muecín. Mi casa,
más que la de la adopción, que había dejado en el paralelo 45 norte. Me sentía
un poco más en mi casa cuando vivía en Argel, donde el santuario de Notre Dame
d'Afrique, en una colina con vistas al mar, me recordaba a ‘mi’ Cristo Rey.
Vivir en África ha sido como ser una
de las muchas olas, rompiendo en la orilla de los océanos: entre todas las
otras, un día u otro, algunas se vuelven a encontrar. Así fue por las
relaciones con mis amigos. El matorral, la sabana, el desierto son como mares,
las pistas que se cruzan son como rutas y tienen sus puertos, donde los que
regresan son reconocidos por sus recuerdos. Cuando volví, me di cuenta de que
la sociedad moderna, grande, internacionalista, abierta al mundo de la
solidaridad, en realidad era una aldea pequeña, en donde cada uno se reconocía
por un pequeño matiz de la lengua o por su sonrisa. Ahora mi forma de
expresarme y mi sonrisa eran muy diferentes, miraba las personas en sus ojos y
no las quería evaluar por el esplendor de la punta de sus zapatos. Podía hacer
muchas cosas, sabía liberarme en circunstancias difíciles y comunicarme en tres
idiomas diferentes, con los hombres del pueblo y los ministros.
Inexplicablemente, sin embargo, parecía que nunca había existido, incluso para
los viejos amigos, o que había estado ausente durante siglos de de la ciudad en
la que crecí: un moderno Ulises.
Mucho tiempo ha pasado desde nuestras
excursiones en bicicleta, podría aventurar sesenta años. En mi historia
personal, hay una cucaracha roja, la barba negra rizada del Grifo, el humo y el
olor de garbanzos tostados, los ritmos de los bailarines...
Una secreta esperanza me dice que,
más allá de la línea del Ecuador, siempre hay alguien esperando en las sombras
detrás de una rejilla, en el intenso olor de incienso y flores de jazmín. Voy a
ser recibido con una simple inclinación de cabeza y un gesto afectuoso de la
mano, como si me saliera una media hora antes para ir a comprar el pan o la
fruta en el mercado. Como alguien en la familia, que es conocido por su caminar,
el olor, la forma de los hombros cuando se va y el sonido de sus pasos cuando
regrese.
No puedo pensar lo mismo de mi ciudad
en el Estrecho, donde no he dejado amigos, ni recuerdos de amor o compañeros de
clase... Me quedé impresionado por toda mi vida con los recuerdos de mi primera
infancia, y los olores de rosa y jazmín de aquella casa en la que nací. ¿Cuántas
veces he soñado, en las noches profundas, esos bailes en trajes al son de
panderetas, el Gigante Grifo de papel maché, de barba negra rizada, el camino
que corría a lo largo de la franja de arena entre las dos lagunas costeras y el
azul profundo del gran vórtice, la llamada de las sirenas.
LONGOBARDO
3er
lugar
Cuando era
muy joven, siempre iba a pasar las
vacaciones de verano en Itaparica, una isla que
se encuentra cerca de salvador.
Con todo el
fervor de la adolescencia, me divertía en medio de un entorno muy bonito y
bucólico, también era playa, todos los
días durante la tarde siempre iba a andar en bicicleta después de descansar un
poco el almuerzo, luego recorríamos el mundo junto a algunos colegas que
estaban turisteando y explorando las bellezas de la tierra.
Muchas niñas,
caminar, andar en bicicleta y ciclomotor era una maravilla!!!!
Durante el anochecer íbamos a pescar, aprovechábamos para hablar ahí en el
borde del muelle al antojo de la marea y viento de la noche.
Un día tuve
el placer de conocer a una hermosa morena llamada Claudia, era una mujer d'otro
mundo, parecía una niña de quince años, siempre iba a la playa con su abuela y
nunca le dio alguna importancia a la presencia de los demás, sólo se concentraba
en su baño, en las cálidas y tranquilas aguas de Praia do Forte de São
Lourenço.
Supe entonces
que su abuela había comentado que era de
Minas Gerais, y que estaban allí para pasar
las vacaciones, como lo hacían todos los años, …y… en medio de tanta charla, me
la presentaron, conversamos y hubo cierta aproximación, fui a visitarla a su casa de verano.
Por la noche,
Claudia siempre estaba bailando al compás de la música de Bahía y lambada, yo
estaba solo en una casa cerca de la plaza, me fui rápidamente al lugar en donde
se encontraba y estuvimos hablando durante mucho tiempo.
Los días pasaban,
nos reuníamos con frecuencia, pero mi inexperiencia pagó un alto precio, que
siempre fue esta lluvia-no-húmeda, totalmente encantado con ella pero sin
ningún tipo de acción.
Una noche me armé
de valor para robarle un beso, ¡que alucinante! sin embargo, el resultado era
impensable, se escapó y desapareció, y yo quedé inmóvil, sin saber qué
hacer ni qué pensar.
En esas
vacaciones la había encontrado, evitaba mirarla aunque de igual modo lo hacía
sin que ella se diera cuenta, aún sentía vergüenza de la situación vivida con
anterioridad.
Al año siguiente la vi tomando sol en frente de su casa, al
final de mis vacaciones mis padres ya se estaban preparando para viajar de
vuelta a casa, así es que decidí hablarle y conversar de lo que había sucedido
en el año anterior, a lo que ella rápidamente me respondió que había sido su
primer beso, pensó todo el año en mí y esperaba verme en las vacaciones,
escribió poemas románticos y dibujos de nuestro beso furtivo, y eso me llena el
corazón, ahora estaba aún más hermosa que el año pasado, tuvimos la oportunidad
de pasar todo el día juntos, de hablar y pasear.
Por desgracia
yo ya debía volver a Salvador, pero tuve la precaución de pedirle su dirección
en Minas, junto con su nombre completo, para no perder la esperanza de volver a
verla.
En el
siguiente mes de enero llegué como un huracán a su casa, estaba cerrada, ni
rastro de ellos, y nunca tuve contacto con ella durante el año, poniendo así
fin a un hermoso sueño de verano, y ella ni siquiera sabía que también había sido
mi primer beso.
SOM
F E L I C I D A D E S
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